Hombre, blanco y heterosexual

Se han escrito unos doscientos libros sobre la figura de Donald Trump. Los primeros llegaron a las librerías hace muchos años, cuando el presidente de los Estados Unidos no era más que un multimillonario tocapelotas y el interés giraba en torno a los claroscuros de su actividad empresarial. La mayoría, sin embargo, se ha escrito en los últimos cuatro años. Es lógico. Cuando descendió por las escaleras de la Trump Tower aquel 16 de junio del 2015 para anunciar que quería ser el próximo presidente del país la reacción de las élites culturales gringas fue unánime: ppffffuajajaja. Una reacción que se mantuvo durante año y pico, hasta la mismísima noche electoral, cuando The New York Times inició su cobertura otorgando a Trump una probabilidad de victoria del 9%. Así que, como digo, la avalancha de libros durante estos últimos cuatro años en torno a su figura y su legado político, eso que llaman trumpismo, tiene su lógica. Había mucho que explicar.

De esos doscientos libros bastantes han pasado ya al olvido y otros lo harán pronto. Perdurarán pocos, y quién sabe cuáles. Si tuviese que apostar me decantaría por el primer best-seller de su especie, el del reportero Michael Wolff, por el último de Bob Woodward, el que incluye la famosa confesión coronavírica (“me gusta restarle importancia para que no cunda el pánico”), también me decantaría por las memorias de John Bolton, el asesor de seguridad nacional que salió tarifando de la Casa Blanca y, quizás, por Surviving Autocracy. Este ensayo, que acaba de editar en castellano Turner y que se puede encontrar en las librerías españolas con el título Sobrevivir a la autocracia, fue, ironías de la vida, una de las novedades literarias más esperadas por esas élites culturales que se partían la caja del Donald unos años antes.

Cumplió expectativas. La crítica de The Guardian utilizó el adjetivo “brillante” para referirse al texto,  la New York Review of Books lo calificó de “urgente” y el Times sentenció que cuando Masha Gessen habla de autocracia “hay que escuchar”.

El Times lleva razón: de autoritarismo Gessen, una periodista moscovita harto crítica con Vladimir Putin, sabe un rato. Tras ser despedida de la revista que dirigía y sufrir varios boicots en aventuras laborales posteriores, tuvo que abandonar Rusia al saber que el gobierno planeaba quitarle a su hijo amparándose en una ley contra las parejas homosexuales (Gessen está casada con una mujer). Entre su despido y su marcha sufrió varias agresiones y fue etiquetada públicamente como “pervertida” (es activista LGTB y en inglés utiliza, cuando habla de sí misma, la tercera persona del plural: them/they).

Como tantos otros disidentes con vocación intelectual, Gessen buscó refugio en los Estados Unidos. Allí no solo encontró la tranquilidad que no había tenido en su país; también encontró un montón de medios de comunicación dispuestos a hacer hueco para que siguiese escribiendo sobre la Rusia de Putin. Y en esas estaba hasta que en otoño del 2016 el electorado estadounidense nominó a Trump, admirador declarado del mandatario ruso, como el próximo inquilino de la Casa Blanca.

De eso va, a grandes rasgos, Sobrevivir a la autocracia. De un tipo que si no gobierna como Putin no es porque no quiera; es porque todavía no puede. Y si esta afirmación le suena arriesgada es porque lo es: en Rusia al opositor se le apalea, se le encarcela y se le envenena. ¿Es ese el futuro que le espera a los Estados Unidos? El sentido común invita a pensar que no, pero Gessen siembra la duda al recordarnos el desprecio que siente Trump por las instituciones y al comparar algunas de sus performances, declaraciones e iniciativas con las que protagonizó Putin hace ahora veinte años. Si vuelve a salir elegido, sostiene la periodista rusa, prepárese. ¿O acaso piensa que las autocracias caen del cielo? En otro tiempo pudiera ser. Hoy por hoy, en cambio, van cogiendo forma poco a poco. Regálele cuatro años más al trumpismo y a ver qué país nos queda.

El libro cuenta con dos virtudes que conviene subrayar. La primera es el estilo. Limpio, fresco y directo; sin aspavientos. Lo cual, dada la temática, se agradece. La segunda virtud tiene que ver con la tesis de fondo que impregna todo el relato. Una tesis rupturista, ergo estimulante. A saber: dado que Trump no es causa sino consecuencia añorar el pasado supone no haber entendido nada. En otras palabras: basta ya de citar a Barack Obama entre suspiros. Si estamos como estamos, añade Gessen, es porque hemos hecho el canelo al conformarnos con un sistema agonizante que llevaba años advirtiendo de la que se nos venía encima. Hay collejas para todos. Para todas esas instituciones periodísticas obsesionadas con el lenguaje neutral que han caído una y otra vez en las trampas de Trump. Para la izquierda yuppie y su clasismo costeño. Para un establishment político que en algún momento decidió sustituir los ideales por los logros técnicos. Etcétera. Y es precisamente durante uno de estos rapapolvos cuando Gessen nos regala sus párrafos más logrados. Se encuentran hacia el final del manuscrito y piden el regreso de la ética a la política. O lo que es lo mismo: el destierro del pragmatismo. Ya basta de cálculos, de lenguaje burocrático, de obsesionarse con la demoscopia. Señoras y señores: dignidad.

Paradójicamente, esta segunda virtud es la que deja al descubierto la principal carencia del ensayo.

Cuando Gessen aboga por un cambio de mentalidad no lo hace en abstracto. Lo hace utilizando la primera persona del plural. Tenemos. Interpela, así, al estadounidense. “Para detener la tentativa autocrática de Trump –sostiene– tenemos que abandonar la idea de regresar a una normalidad imaginaria pre-Trump en la que las instituciones estadounidenses funcionaban como debían”. “En vez de eso –añade– tenemos que recordar que lo que hay tras el Congreso y los tribunales, los medios y la sociedad civil es la creencia de que este país puede ser de todos”.

Son alegatos que, aislados del resto del ensayo, se entienden como una llamada a toda la ciudadanía. Tenemos que luchar contra el autócrata que quiere sumirnos en la autocracia y tenemos que hacerlo de esta manera. Sin embargo, el lector atento llegará a estas conclusiones con la mosca detrás de la oreja tras haber constatado que en las doscientas páginas que preceden a la llamada a las armas no hay un solo intento de explorar las filias, fobias, miedos y preocupaciones que llevaron a 63 millones de personas a votar por Donald Trump en 2016. Gessen se contenta con culpar a unas instituciones disfuncionales y al “supremacismo blanco” que ha imperado en la dinámica estadounidense desde los tiempos del Mayflower. En dos o tres ocasiones va un poco más allá deslizando aquello del hombre blanco heterosexual. Y ahí lo deja.

No seré yo quien niegue la naturaleza predominante entre los votantes de Trump. Pero si uno pretende cambiar el estado de las cosas de manera civilizada es recomendable no ignorar, mediante la caricatura y la brocha gorda, a la mitad del electorado. Un hombre blanco heterosexual puede ser, además de hombre, blanco y heterosexual, muchas otras cosas. Puede ser un banquero sin escrúpulos, un jubilado de clase media con menos empatía que una medusa o un policía racista. Gente de la que es difícil esperar algo, efectivamente. Pero un hombre blanco heterosexual también puede ser un granjero de Wisconsin que lleva cerca de un lustro rascándose el bolsillo, el reponedor del Walmart situado en los arrabales de cualquier poblacho de Alabama o un universitario harto de los sermones que recibe a diario por parte de otros estudiantes sobre cómo tiene que hablar, vestirse o caminar. La cuestión es que detrás de un estereotipo se pueden encontrar personas muy diferentes. Algunas serán despreciables, otras tendrán cosas que contar y en ocasiones, oh sorpresa, uno puede toparse con alguien despreciable que va y se saca unas cuantas quejas legítimas de la manga.

Esto le pasó, casualidades de la vida, a un colega de Gessen llamado Evan Osnos. En el verano del 2015, precisamente. Tras escuchar que Trump aspiraba a convertirse en el próximo presidente de los Estados Unidos, y sospechando que el multimillonario tenía opciones, Osnos se desplazó hasta los márgenes de la sociedad estadounidense para entrevistarse con los llamados white nationalists; gente que vive acojonada ante la perspectiva de que la población de los Estados Unidos deje de ser mayoritariamente blanca.

Tras confirmar lo obvio –que Trump caía simpático por su promesa de combatir la inmigración– Osnos comenzó a detectar otras fibras sensibles. Matthew Heimbach, un white nationalist de Cincinnati, le contó que estaba harto del sistema. Incluso si haces todo lo que te dicen, explicaba Heimbach, el futuro no nos va a perdonar: seremos la primera generación en la historia de este país que viva peor que sus padres. Aunque Osnos, un periodista de la misma revista que emplea a Gessen, The New Yorker, se encuentra en las antípodas ideológicas de Heimbach, no pudo evitar reconocer que éste llevaba razón. “Durante el último medio siglo el mercado laboral estadounidense ha cambiado –el auge de la tecnología, la caída de la mano de obra– y nadie se ha visto más afectado por ese cambio que los hombres sin estudios”, escribía el reportero en un artículo titulado The Fearful and the Frustrated. Y añadía: “Entre 1979 y 2013 el salario medio de los hombres sin estudios cayó un 21%”.La pretensión no es que Gessen se dirija a gente como Heimbach porque nunca llegarán a entenderse. Están demasiado lejos. Pero entre el público objetivo de Gessen –el progresismo de las costas– y los postulados racistas de Heimbach se encuentran millones de personas. Si se busca jubilar al Donald, ¿por qué pasarlas por alto?

(Esta reseña fue originalmente publicada en The Objective el 26 de octubre del 2020.)

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