Cómo la avaricia de una familia consiguió enfermar a todo un país

Sobre la crisis de los opiáceos que lleva dos décadas asolando Estados Unidos se han escrito unos cuantos libros. Tierra de sueños, por ejemplo. Pain Killer, por poner otro ejemplo. O Dopesick, por citar un tercer ejemplo. Hay, en fin, literatura suficiente (y solvente) como para hacerse una idea del estado de la cuestión. ¿Por qué, entonces, un recién llegado como Empire of Pain está dando tanto de qué hablar y va camino de convertirse en un fenómeno editorial?

Fundamentalmente, por tres motivos: el autor, el momento y el enfoque.

El autor es Patrick Radden Keefe. Un tipo al que se podría definir como un fuera de serie sin miedo a caer en la hipérbole. Keefe, que estudió Derecho y lleva años escribiendo sobre crimen organizado, seguridad nacional y conflictos como el que sigue sacudiendo Irlanda del Norte, ha sido premiado en varias ocasiones por sus dotes investigadoras y por poseer ese cotizadísimo talento de quien es capaz de convertir historias harto complejas en lecturas de lo más atractivas. Su trabajo suele aparecer en la revista The New Yorker, que como cualquier periodista sabe son palabras mayores, y su manía de entrar hasta la cocina en los temas que explora le ha llevado a ser citado como testigo ante el Congreso de Estados Unidos. En resumen: su firma es garantía de calidad.

El momento ha sido el más adecuado porque Keefe se ha sentado a escribir justo cuando toda una serie de demandas contra la farmacéutica Purdue Pharma han conseguido romper la caja de los documentos secretos. Hablamos de miles de documentos que los reporteros anteriores no pudieron consultar y que si bien no alteran sus conclusiones sí ofrecen multitud de pruebas –y varios detalles escabrosos– que las apuntalan todavía más.

En cuanto al enfoque, Empire of Pain rompe con la tradición de centrarse en las víctimas del drama social generado por Purdue Pharma (500.000 muertos por sobredosis desde 1999 y millones de adictos) y propone un viraje de 180º al poner el foco en los dueños de la farmacéutica: una siniestra familia de multimillonarios conocida como «los Sackler». Los máximos (aunque no los únicos) responsables de haber convertido la periferia de algunas ciudades norteamericanas en zombielandia.


Empire of Pain empieza por el principio: contándonos la vida de Arthur Sackler, el mayor de tres hermanos que nacieron en el seno de una familia judía instalada en un barrio obrero de Brooklyn a comienzos del siglo XX. Las andanzas de Arthur ocupan un tercio del libro. Pero, ¿por qué dedicar tantas páginas a un tipo que murió en 1987, diez años antes de que comenzara la crisis de los opiáceos? Ahí es donde entra en juego la habilidad de Keefe, quien considera (acertadamente) que no se puede entender el presente sin entender la relación entre las farmacéuticas y el entramado médico; la cual, a su vez, no se puede comprender sin echar un vistazo a la vida de este hombre.

Arthur Sackler fue un psiquiatra de prestigio que, en un momento relativamente temprano de su carrera, vio la cantidad de dinero que había en la industria del marketing sanitario (por qué un médico recomienda el tranquilizante de la marca X en lugar de recetar un tranquilizante de la marca Z) y se metió de lleno a ello. Comprendió, en fin, que los médicos no suelen fiarse de nadie que no sea médico y él, con su título de licenciado en Psiquiatría, daba el perfil. Además, rizó el rizo fundando una publicación gratuita, Medical Tribune, en la cual, por supuesto, se promocionaban los medicamentos de sus clientes. Sirva un nombre para hacerse una idea de sus artes publicitarias: Valium. Su éxito fue cosa del mayor de los Sackler.

Entendida la importancia de Arthur Sackler en el pitote posterior, Keefe pasa a encargarse de sus hermanos pequeños: Raymond y Mortimer. Fueron ellos quienes, a mediados de los años 50, compraron una empresita dedicada a vender laxantes llamada Purdue Frederick. Según los documentos que certifican aquella compra, Arthur puso parte del dinero y por eso le tocó un tercio de Purdue Frederick. Sin embargo, considerando que tenía cosas más importantes que hacer se desentendió del día a día y tras su muerte, a finales de los 80, sus herederos decidieron vender aquella participación a las otras dos ramas de la familia.

Así que fueron estas dos ramas de la familia las que, a principios de los años 90, cambiaron el nombre al negocio –de Purdue Frederick a Purdue Pharma– y comenzaron a medrar en el frente de los analgésicos. El negocio se defendía con soltura hasta la llegada del OxyContin, que muy pronto se convirtió en el producto estrella de Purdue Pharma porque, tras una agresivísima campaña de publicidad que ocultó su capacidad adictiva, se convirtió en uno de los medicamentos más solicitados por los pacientes a lo largo y ancho de Estados Unidos. El problema, ahora lo sabemos, es que esa capacidad adictiva era una capacidad extremadamente adictiva. Con lo cual, a los cientos de miles de muertos por sobredosis y los millones de adictos hay que sumar, también, a todos aquellos que ante la incapacidad de acceder al OxyContin una vez probado decidieron recurrir a la heroína.


El tema, realmente, es así de turbio. De hecho, Keefe comenzó a fijarse en todo este asunto al detectar un creciente interés por la heroína mientras investigaba a los cárteles mexicanos. Aquello llevó a un reportaje publicado en 2017 en la revista The New Yorker, lo cual llevó a recibir un puñado de amenazas emitidas por uno de los abogados de la familia, lo cual llevó a una revisión del reportaje que no encontró ningún error factual, lo cual llevó a que Keefe se animara a conseguir el jaque mate con un libro de 500 páginas, lo cual llevó a que en el verano del 2020 un fulano aparcara fuera de su casa, en un barrio residencial sito a las afueras de Nueva York, dispuesto a vigilar sus pasos. ¿Que quién era ese fulano? Keefe preguntó a los Sackler, que a través de un intermediario ni confirmaron ni desmintieron que fuera un machaca enviado para intimidar al reportero.

En resumidas cuentas: estamos ante una historia con muy pocos grises. Hay matices, como de costumbre, y contextos que conviene valorar para entender por qué esto o por qué lo otro, como siempre. Sin embargo, en Empire of Pain los malos hacen hervir la sangre y los buenos brillan por su ausencia. La tragedia es que esto no responde a ninguna licencia literaria. Por desgracia, la crisis de los opiáceos se debe, en gran medida, a gente con muy pocos escrúpulos.

Con todo, Keefe hace dos concesiones a lo largo del relato. La primera tiene que ver con el OxyContin; ha sido el analgésico más popular de todos, qué duda cabe, pero no ha sido el único. Hay, por tanto, otros culpables más allá de los Sackler. No tan culpables, cierto, pero culpables de todos modos. La segunda concesión tiene que ver con la propia industria de los analgésicos. Keefe reconoce que hay una pregunta, un dilema ético incluso, detrás de unas pildoritas cuyo objetivo es hacer más llevadero el sufrimiento. Y es una pregunta, un dilema ético, que no ha abordado. Eso, dice, se lo deja a otros.


Uno termina el libro preguntándose y ahora qué. Porque los Sackler no solo son multimillonarios. También llevan décadas invirtiendo en museos, universidades y un sinfín de instituciones revestidas de nobleza y beneficios sociales. Llevan, en fin, décadas maquillando cuidadosamente su legado. Y el libro de Keefe es solo un libro más. Aplaudido, vendido, comentado. Pero, a fin de cuentas, solo un libro más de los muchos que llegan a las mesas de novedades cada lunes. ¿Cambiará las cosas? Si alguien está pensando en cárcel para los Sackler, mejor que deje de pensarlo porque parece improbable. Si alguien está pensando en la ruina económica de la familia, conviene conducirse con escepticismo. Donde sí hay posibilidad de cambio es en la reputación que acompaña al apellido. Ahora bien: sin reputación también se puede seguir viviendo. Estupendamente, de hecho.


(Esta reseña fue originalmente publicada en The Objective el 30 de junio del 2021.)

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